— ¡No tengo ganas!—. Apunta a una tonta verdad el amable señor.
—Vamos donde nos demande la intuición—. Opta por una máxima diferente, en este trayecto. Concuerda con su espíritu natural y deja de pensar, tal vez por hoy.
Sigue impecable con sus palabras; aquellas que arman una fábula complicada (he dejado de tomar, para escucharlo) en cada explicación y que no se desfiguran, a pesar del desgano.
Continua su cabeza colapsada en la pared (sangra, el dolor se aferra en una risa convincente y una mirada confusa), y ruega por una íntima estimulación.
—Te quiero, imbécil—. Le digo, cuando termina sus inteligentes diálogos y tímidamente, bebe otro vaso de cerveza.
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