miércoles, 18 de agosto de 2010

Arte de encajar

— ¿Cómo te llamas?— Pregunta la hermana de un fiel amigo, mirándome fijo, acompañada de su amiga. — ¡Edilson!— Respondo con agresividad, tras el ruido de la música intermitente y la muchedumbre que roza cada instante mi cuerpo.

Doy vuelta para acompañar a mi compañero, ingiriendo cerveza. — ¡Movete un poco y disfruta!— Se enoja y se pone nervioso, tratando de agarrar el ritmo del boliche. Comprende que, no puede engañarse, tampoco se siente a gusto. Disfraza un panorama que no existe y sigue su mentira.

El exhibicionismo femenino evoluciona: escotes impresionantes, polleras anti eróticas y vaqueros bien apretados. Eso es la noche, un placer sistemático de música, tragos, consumismo corporal, drogas y el cigarrillo.

— ¡Que buena que esta esa morocha, boludo!— Plasmado y desesperanzado, advierte mi amigo, entre tantas jovencitas que pasan a nuestro alrededor.

—Voy al baño y vuelvo— Aviso a los otros y encamino a refrescarme. Las niñas bailan entre si, coqueteando con la lujuria fácil de los varios infelices que atraen. Sigo, la música aturde mi razón, los empujones se vuelven pequeñas rutinas y el cansancio tortura mi cuerpo. Llego, enjuago mi rostro, no miro al espejo, pero medito algo que no puedo descifrar y salgo inmediatamente. Repito el viaje de vuelta y me encuentro con los que vine a esta pocilga. —Me toca, voy al baño— Dice mi querido amigo y se va. Me acuesto una vez más en la barra. Contemplo a las meseras que se apretan entre sí, por algún ritmo pegadizo, para llamar la atención. Les doy la espalda y observo, por última instancia, a la hermana de mi par con su amiga, que estudian mis movimientos fríos (hablan de mí, murmuran), cuando estoy por acabar el último vaso de cerveza.

Reemplazo el ambiente con la imagen más hermosa de esa noche: la puerta de salida. Desapercibido, abandono ese templo putrefacto y blanqueo mi ida. Con la necesidad egoísta de huir y olvidar, olvidar, olvidar…

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