
¡No huyas! ¡Porque te miro…!
Lejos de tu percepción, analizo tus movimientos y tu gran expansión en este mundo tan pequeño (la materia no concuerda con la improporción de tu vida), y resuelvo compadecerte e ir a molestarte.
No interrumpo la profesión de tu sentido: de inspeccionar cada rincón. Dejo de lado el lazo, de compartir algo en común, de no saber qué encontrar lo que queremos obtener; sin embargo, descubrimos que estamos solos, eclipsando el sol, sin parar bajo ninguna nostalgia. Me atrevo a decidir llevarte conmigo, criarte y aprender de tu supervivencia, pero nadie puede tenerte…
Te acercas. Planteo tu dócil mirada y tu ocurrente manifestación de un saludo. Me agacho de respeto sin desprenderme de tus ojos: “— ¿Nadie que te entienda, peregrino?—“. Ignoras la pregunta y seguís tu trayecto sin una señal de despido ni la importancia de nuestro conocer…
¡No vuelvas! ¡Porque he dejado de mirarte!
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